febrero 28, 2010

INVOCACIÓN


Tierrabajo los nombres son incitadores, provocadores, invocadores, sagrados portadores del misterio de la existencia.

Tierrabajo los nombres recuperan la presencia, rescatándola del olvido, desentrañando la memoria, desenterrando lo vivido. Nombres, que nombrados en medio de la noche, alivian el dolor, cicatrizan el alma herida, aquietan los sollozos, le dan sentido a cada una de la incontables lágrimas, atizan las brazas del fuego pasado.

Tierrabajo los amorosos se invocan mutuamente. Se nombran y de las sombras, del destiempo emergen sus figuras, sus contornos, sus aromas . Están ahí entonces, gracias a la palabra invocadora las miradas amadas, las siluetas recortadas del vacío, los labios entreabiertos musitando algo, los cabellos descolgándose de la obscuridad.

En medio de la noche, los amorosos (solos, en medio esa soledad donde la palabra musitada, susurrada, tiene todo poder) se nombran, se dicen, se deletrean. Sus palabras inventan la luna, la ponen en el cielo, la hacen girar sobre sus cuerpos. Del ciclo de su amor, de su tiempo, de su cadencia la hacen crecer y la hacen menguar. Cuerpos crecientes, que se llenan de sí mismos para luego menguarse mutuamente. Cuerpos finalmente ocultos que reposan, que se hacen nuevos, listos para crecerse y menguarse cíclica e interminablemente.

Tierrabajo, los amantes sin más piel que su nombre, sin más identidad que su deseo, sin mas recurso que su palabra, deletreando sílabas sagradas dichas por el cuerpo que se entrega, que nacen del espíritu que los habita, estallan en cabellos encabritados, en cadencias enfurecidas, en deseos inexplorados cuyo origen siempre será un misterio.

Entonces los amantes se entregan, se someten a su dueño, al portador de la palabra. Él y Ella , poseedores de sus mutuos nombres, tienen irrevocablemente, sabiéndolo o no, aquello que el nombre porta.

Ella lo nombra. Él la nombra.
Ella lo invoca. Él la convoca.
Ambos se deletrean.
Ambos se poseen

Tierrabajo los amantes, uno frente al otro abren sus cuerpos bajo la llave de sus voces .

Algunas noches recostados como cordilleras sobre las que anochece y derrama el rojo la luna que los atestigüa, los amantes son como tierras recién descubiertas, entonces Él, nombrándolo, clama para sí potestad sobre cada pedazo descubierto de piel que enardecidamente húmeda, quemándolo se derrama entre sus manos.

Tierrabajo cada nombre es sagrado, cada palabra tiene la esencia creadora de lo nombrado.
Por ello invocarte es recuperar la tierra y la humedad que te conforma, rescatar la noche oculta en tus cabellos, atizar el fuego de tu piel con mi palabra, iluminarme con la luna roja que brilla desde el fondo de tus ojos.
Adolfo Morales Moncada

febrero 26, 2010

Del cuerpo de ese hombre

Soledad se regocija en contemplarlo. El cuerpo de ese hombre, forjado al calor del desierto, con la piel curtida por la arena; es mineral, carbón de piedra que le funde las entrañas cada vez que [espada] la penetra. Mástil nocturno al que se aferra cuando, en su furia, el vendaval de la pasión amenaza con rasgar sus vulnerables velas.

Templo de saber inagotable, de todas las páginas acumuladas, de memorias sonoras que su voz reproduce -suave- cuando la colisión de los cuerpos firma la tregua.

Soledad se pierde en su beso que provoca antropofagia -que le despierta apetitos vedados- y se alimenta de él sin mesura, felina y zalamera. Porque su piel tiene sabores de milagro, se desvive en atizar la cúspide de sus empeños a fuerza de besos sin recato. Y resulta complicado interrumpir el campo magnético que se genera cuando, oscilantes, terminan derramándose en la tierra.

Ese cuerpo está hecho de hierro y madera, de mármol, sal y piedra; de noche y huesos, de carne y fiesta. Soledad, se regocija en contemplarlo y, en la distancia discreta, lo espera.
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Mónica Morales
de:
HISTORIAS DE SOLEDAD.

Canto Solitario

Cuánto mejores que el vino tus amores[...]


Cuando la urgencia
---en el calor de un arrebato salaz

ahogados de impaciencia
resulta incluso el suelo
más dulce y prolijo
---que el mismísimo lecho
de Salomón.
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Mónica Morales